Me comenta una amiga que la película de Joy Division le ha afectado profundamente. Al parecer, la historia de amor entre Ian Curtis y su señora es idéntica a la que tuvieron sus padres, y el trágico final del cantante... también lo compartió su padre. Como es natural, ha salido del cine medio traumada (aunque ya sabía a lo que iba, que esa es otra cosa que entiendo sólo regular).
Me pregunto en qué lugar moral y qué justificación profesional nos deja a los críticos default una experiencia de comunión audiovisual como esa. En qué lugar nos deja a los inanes aprendices de semiólogos que detectamos lenguajes invisibles, que inventamos lazos involuntarios, vasos comunicantes que sólo se comunican con un idioma ciego, cuando hay gente como mi amiga, que percibe una obra específica de una forma tan intransferible. Tras un rato reflexionando he llegado a la conclusión de que nos deja, en cualquier caso, en mucho mejor lugar que aquellos otros cuya vara de medir películas se rige por adjetivos vacíos de significado pero como significantes muy peligrosos, como los de "película sensible", "conmovedora", "fría" u "honesta". Desentrañar las piezas del puzzle narrativo es una labor frívola, no se lo voy a negar a nadie, pero impostar los sentimientos de espectadores inesperados es algo que, si les parece, le voy a dejar reservado a los más hijosdeputa de la sala.
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1 comentario:
La de Ian Curtis se juzga fácil: cagallón del quince.
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