Escribo, lamentándome que una vez más la fecha se nos haya echado encima y por tanto haya que hacerlo todo deprisa y corriendo, con el ímpetu este ciego encima, como siempre, pero esfumándose cierta posibilidad de reflexión que no nos vendría nada mal. Escribo, digo, una glosa detallada de las grandezas y miserias de Mortal Kombat, la saga de videojuegos de lucha que desde principios de los noventa está inundando monitores y adolescencias con una violencia grotesca, muy pasada de la raya, simbolizada perfectamente por los espumillones de sangre que escupen sus personajes cada vez que reciben un golpe. Una sangre espesa, grumosa, como alquitrán demoniaco. Voy jugando a esta obra que entendió que la cultura bien entendida siempre lleva el prefijo "sub" y siempre hay que tratarla como a una amante celosa de todo, sin miedo a humillarla, queriéndola disfrazar de perversión todo el rato, pero sin dejar de atender a los enloquecidos requerimientos que susurra en forma de simbología barata. Mientras avanzo por el insensato laberinto de argumentos alternativos del juego, que nunca suceden a la vez y que nunca existen del todo, activo con placer imberbe y primitivo las estúpidas y sensacionales ejecuciones que caracterizan a la saga, y me pregunto por qué se narra con tan poca frecuencia con la muerte desproporcionada y gratuíta como meta, por qué es tan complicado de entender que los nigromantes interdimensionales y los monjes shaolin zombi son la misma esencia de lo que nos define: diferentes formas de disfrazar un destino que siempre debería aspirar, como en ese fatality que tanto trabajo me viene costando ejecutar, a culminar con una cabeza ensagrentada bajo la que aún colea una espástica columna vertebral.
Escribo sobre todo ello acordándome de las muy putas madres de algunos de mis supervillanos virtuales, que vuelven a poner la tecnología por delante de cualquier otra consideración para juzgar y puntuar y creerse poderosos. Hablan de detección de impactos, de realismo en las animaciones y de detallismo gráfico, que son cosas que ni me van ni me vienen, porque yo siempre me he acercado a los juegos con la misma ambición con la que me acerco a las películas y los tebeos: buscando inconsciencia y locura, insensatez bien focalizada, chifladura de la buena. Por eso, que algunos se saquen la agenda de la tecnología para enumerar bugs y otros dramas de poca monta me da rabia y me da pena, porque es que no hablamos las mismas palabras, o al menos las mismas palabras las entendemos distinto. Ya sé que no me escucháis, idiotas, pero escuchadme: no entendéis nada. Pero nada. Que se trata de muslos y cabelleras y máscaras y puentes sobre un vacío infinito, poblado por esqueletos que muestran trazas de músculo aún pegadas al cráneo. Que está muy claro. Que no tiene nada que ver con vuestras razones. Leed algo, hombre.
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