Andando por un centro comercial mastodóntico con Patricia, no sé cómo, surge repentinamente una mención a Buffy. Patricia vuelve a suspirar y afirma que al final tendrá que ponerse y verla. «¿Cuántas temporadas son?», pregunta levemente atemorizada, temor que se convierte en pavor cerval cuando se lo digo. Lo único que puedo hacer es encogerme de hombros, porque la pregunta subsuguiente se sobreentiende al manejar el dato de las decenas y decenas de horas que hay que invertir: «¿Y merece la pena hasta ESE punto?».
A pesar de ser fan de Buffy y Joss Whedon hasta extremos dignos de metas más satisfactorias o, al menos, algo más recompensadoras, nunca he sido un profeta de su palabra o un entusiasta que intenta conseguir conversos al buffysmo al precio que sea. Buffy es uno de los productos de ficción más emocionantes y gigantescos que he visto en mi vida, pero basta dar un pequeño paseo por mi casa, rebosante de merchandising y muestras de devoción por cientos de productos de ficción para descubrir que no soy ningún fan cegado por la cabellera de la cazavampiros. Mi pasión por Buffy se bifurca en dos rostros no sé muy bien si contradictorios o compatibles, pero muy claros y que tuve claros desde el primer episodio. Por un lado, su perfección formal, perfección que no se ve clara hasta que no concluye la serie y que corona, por encima de todo, su guión, del que tanto se ha hablado y que aún sigue dando coletazos en forma de mil hijos bastardos (el último, esa cosita curiosa llamada Jennifer's Body). Una construcción de personajes, una progresión de las tramas, un manejo de las convenciones y, sobre todo, unas líneas de diálogo que no he visto ni antes ni después en una serie de televisión con estas intenciones, este público y estos mimbres. Los juegos de palabras, el amargo sentido del humor y la definición de héroes entrañables y némesis para recordar a partir de la verborrea me cautivaron desde el principio y es, desde luego, superados los giros de guión y el impacto dramático inicial, mi principal motivo para volver a Buffy.
Pero para eso ya tenemos Lost, ¿verdad? Una exhibición de musculatura narrativa, asombrosa, espectacular, lindando con lo increíble en sus mejores momentos. Una masturbación vacía, pero con todo lo que destaca en las mejores masturbaciones: furiosa, efímera, enloquecida y sin meta clara. Buffy lo tiene, con sus juegos de palabras emperifollados, sus argumentos pletóricos de guiños, su cálida descomposición de los tópicos narrativos del género, su episodio mudo y su episodio musical. Pero también tiene esa otra cara que decía, esa segunda faceta que la ha convertido en mi serie favorita de todos los tiempos. Es la devoción pura, sincera y apasionada por sus personajes. Por las memeces de adolescente, sin ironías ni dobleces, de la primera Buffy y los traumas de adulta de la última. Por las tonterías de Xander y por el ñoñismo de Willow. Buffy comprende, adora y masajea a sus personajes, porque solo así consigue que el espectador se enamore y sufra con ellos. Es complicado de explicar, y por eso nunca posteo, nunca escribo, ni siquiera nunca evangelizo sobre Buffy. Con una entrega total y algo incomprensible, Whedon camufló con juegos de manos (los diálogos punzantes, los arcos narrativos irresistibles, los retruécanos genéricos) una obra de amor pura e incorruptible.
Cuando empezamos con Elitevisión, las normas que impuse fueron tres: primero, las series se analizan episodio a episodio; segundo, las series se analizan cronológicamente; tercero, nadie analiza Buffy. Porque no soy ningún fanático, pero hay cosas con las que no se juega.
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1 comentario:
Me he dicho: Tones hablando de Buffy? Tones??
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