Me pateo toda la zona centro de Madrid buscando una entelequia: me han encargado localizar y listar máquinas recreativas y pinballs lo más antiguos posible para incluírlos en un plano de zonas pintorescas y curiosas de Madrid. Entre Internet y soplos de amigos elaboro una ruta esquelética que he recorrido poco a poco y libreta en mano durante un par de semanas. Hoy me he topado con una sorpresa: en una sala de Bravo Murillo con música horrísona a niveles intolerables, en un rincón y con una pantalla desgastada, casi sin color, fenecida por las esquinas, repleta de arañazos y lamparones, un Metal Slug 3.
La saga Metal Slug supone los últimos estertores, ya en plan espasmos post-mortem, de un estilo de videojuego clásico y caduco: dificultad infernal, humor de parvulario de psiquiátrico, caricatura por doquier, sensaciones extremas. Guardo mi libreta y mi cámara de fotos, y recupero un ritual prácticamente olvidado desde hace años: crujo los nudillos, saco la moneda, la miro por cara y cruz, la golpeo con el canto junto a los botones, donde antes estaba el cenicero y la introduzco suavemente, dándole un pequeño empujón giratorio que provocaría, si eso fuera posible en los estrechos márgenes de la cahjetilla que aloja las monedas, un efecto en el hipotético bote de la moneda con el fondo del depósito. La partida resulta desastrosa, porque la pantalla está sumergida en una indescifrable penumbra, y la tecnomúsica que me impide oir mis pensamientos me impide, a su vez, concentrarme en algo que no sea el triple bombo.
Sin embargo, vuelvo a entender la importancia del ritual y su devenir en el juego. El soplido, el golpe de la moneda, el acariciar el mando con la punta de los dedos. Cuando con catorce años me fundía las propinas de mis abuelos en brevísimas pero suficientes partidas al Xain'd Sleena, tenía un Commodore 64 en casa y no podía soñar ni remotamente con que podría replicar esos juegos con perfección prístina. Un fallo de previsión, supongo. Pero el detalle al que no doté de suficiente importancia es que, en cualquier caso, por mucho que progresara la técnica, lo que no iba a poder replicar es la sensación de pérdida real de dinero con cada partida; el sudor en las manos con cada pulsación de 1player; el miedo a los tenebrosos rincones que se multiplicaban en las salas de recreativos por culpa de su entrañable fauna; y el olor a tabaco, alcohol y mugre, reemplazado ahora, en salas como la de Bravo Murillo, por pestazo a desinfectante y ambiente de sex-shop...
Y ahora, vaya, ya es tarde para recuperar todo eso.
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3 comentarios:
Vaya... ¿cómo de privado es este blog? porque me encantaría enlazar esto..
Puede enlazarlo donde usted quiera, no se apure :)
Tones, gracias por este momento. Mi sueño es tener una máquina de Street Fighter II en casa. Espero conseguirlo algún día.
Qué recuerdos oiga!
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